Ya era la última hora de clase. El calor húmedo de ese día hacía más intenso el olor a cuerpo sin baño diario que desde temprano inundaba el aula. Volaban gomas. Se oían puteadas que respondían a los golpes de las gomas. Se sentía el ruido de violentos puñetazos sobre los bancos. Se oía el “Basta, chicos, por favor” de la docente cada vez menos esporádico.
Entró Liliana, que hacía dos o tres meses cumplía tareas pasivas en la escuela. La esperaban desde que habían entrado a clase.
– Acá tenés una hoja, Nicolás– dijo
– Gracias– respondió Nicolás
– Dame una a mí también – dijo Agustín
– ¿Cómo? ¿Vos tampoco tenés?
– No, me quedan tres renglones, mirá – dijo Agustín enojado mostrándole la hoja donde escribía.
– ¿Alguien en tu casa fuma?
– Sí. ¿Por? – preguntó sorprendido
– Bueno, decile que fume un atado de cigarrillos menos y que te compre hojas. Te doy útiles todos los días. ¡Ni siquiera cuidas lo que te damos! – dijo dándole la hoja y se retiró.
Doce menos diez sonó el timbre. A las doce salieron. Un día menos en la escuela. Agustín se fue caminando solo. Antes de llegar a su casa frenó en el quiosco de la esquina para comprarse el chicle que trae tatuajes. La vieja de enfrente y el quiosquero estaban afuera, buscando entre las revistas el Arte de Tejer del mes pasado. La nueva había salido en capital, pero a trescientos kilómetros de ahí todavía no se la conseguía.
La cartera de la mujer estaba semiabierta, arriba del mostrador. La punta de un billete de veinte pesos se asomaba en el bolsillo de la cartera. Agustín lo sacó y se fue.
Al día siguiente Agustín salió para la escuela con la carpeta llena de hojas y dejó en la mesita de luz de la madre un atado de Derby suaves.
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