lunes, 4 de enero de 2010

Barrer

Se oía que alguien chistaba por encima del tapial. Salí. Me vió. “Nena”, me llamó con un grito seco. ¿Nena? ¿Será que me ve nena porque si reconoce que soy una mujer adulta ella se tiene que reconocer a sí misma como una vieja?, pensé.

Me preguntó si sabía lo que había pasado con esos chicos que andaban en el barrio, barriendo veredas por unos pesos. Lo que sabía era que me habían dejado la vereda divina. “La vecina de enfrente los vio arrancándome las flores,” dijo. “Hay que tener cuidado, andan haciendo líos en el barrio.”

La noticia fue como un manotazo apresurado que sacaba justo el vaso que hacía de base de las pirámides unidimensionales que hacia mi vieja al borde de la pileta de la cocina cuando los lavaba después del almuerzo o de la cena. Un derrumbe.

Esos chicos eran de los chicos que la escuela se jacta de incluir, y que incluye solo a duras penas. Duras penas, que padecen algunos docentes que entre la nausea que les da ver y verse, también a veces, involuntaria, magnéticamente gritando, amenazando, odiando, siguen apostando, siguen creyendo en la posibilidad de transmitirles conocimiento.

Barrer, hacerse un lugar. Barrer, pertenecer a un grupo humano distinto de la familia, de la escuela. Barrer, forjar una identidad. ¿Barrían o hacían lío? ¿Se incluían o se excluían? Temblaba mi pirámide chata de vasos de vidrio.

Los ví escuchando los retos de la veinteañera de enfrente. Me advirtieron otros vecinos que el padre los esperaba en la esquina para que le dieran la plata. Los vi tocando timbres para ofrecer sus servicios. Vi al más chiquito, de una altura que no excedía el metro, arrastrando el rastrillo. Vi a la más grande, que no tenía más de doce años, con la hermanita en la bici, con las bolsitas para juntar la basura que barrían en el canasto. Jony golpeó mi puerta.

Le abrí. Nos saludamos. Me pregunto si necesitaba que me barrieran la vereda. Le dije que antes necesitaba contarles lo que me había enterado. Le conté. Se alejó a preguntarle algo a la hermanita más chica. Se acercaron todos. Me dijo, la chiquita, que había arrancado las flores amarillas que se transforman en plumerillos para llevárselos a la mamá.

La nena volvía a poner en su lugar el vaso que me habían empujado. Les dije que la próxima vez, aunque fuera un yuyo lo que querían llevar, lo pidieran. Me barrieron la vereda. Se fueron contentos. Pero ya no se los ve tan seguido por el barrio.

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