Bichitos de todo tipo
brotan como gramilla
en el terreno mojado
después de la lluvia.
El olor a tierra húmeda,
el aroma a savia
parece decirle a los pájaros
que ya es hora de su panzada.
Bajan de los tapiales,
de los árboles, del cielo.
Van en busca de sus presas
que se deslizan a ras del suelo
y emprenden la retirada
ni bien oyen que el perro ladra.
Lo vuelven a intentar
cuando los ladridos callan
y ven al perrito tranquilo,
fresquito bajo el ciruelo.
Planean rápido hacia el suelo,
entierran el pico en el césped
y escuchan otra vez torear
al perrito de la casa
que de inmediato abandona la sombra
y corre sin sospechar
que a muchas lombrices va a salvar.
Y una vez más se van
con ganas de comer más,
pero ahora el perro los mira
no se queda tan tranquilo.
Y es esperar y esperar,
algo tiene que pasar
y ellos volverán a intentar.
Pasan nubes por el cielo,
que una brisa leve empuja
y ciruelas ,ya pesadas,
se desprenden de las ramas
y revientan en el piso.
Revolotean mariposas
entre flores, entre plantas
y el perro sigue atento
protegiendo, sin saberlo,
a los bichitos del jardín
que contentos se desplazan
de acá para allá
de allá, para acá.
¡Y de pronto sucedió!
seco, corto y muy fuerte
el timbre de la casa sonó.
El perro corrió hasta la entrada
y se perdió detrás de la puerta
¡ahora sí era el momento de bajar
para almorzar1
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